Cocinar era su pasión. A mi marido le gustaba hacer pasta todos los fines de semana. Era su especialidad. No necesitaba leer muchas recetas, visitando internet. Echaba un vistazo a la despensa o a la nevera y en un momento tenía en la cabeza lo que iba a preparar.
Tampoco necesitaba muchas cosas para realizar un plato exquisito. Eso sí, a todo plato que elaboraba le arrojaba algún tipo de condimento. Era don Especia. Amaba la cocina.
- Este fin de semana haré espaguetis a la marinera. Le pondré almejas y gambas -dijo Sergio-.
- ¿Y la salsa? -dijo Elisa-.
- Uf, la salsa lleva un montón de cosas: mejillones, calamares, vino blanco y un largo etcétera.
- No puede estar mal, aunque nunca lo he probado -dijo Elisa-.
- Lo mejor va a ser el postre. Tarta de flan y galletas. Aunque parece muy fácil, hay que saber darle el punto -dijo Sergio-.
- Sergio, pareces un profesional.
- Casi lo soy. Si mi padre estuvo casi cuarenta años de chef en un gran restaurante, debo llevar algo en la sangre.
Teresa Ribello.
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Jamás conoció ni a su padre ni a su madre. Ni si quiera vio nunca una foto de ellos. Dejaron en descendencia a Pip y cinco hermanos más.
Una voz fuerte le salíó al encuentro mientras estaba en el cementerio. Era una voz monstruosa que le decía: "¡Estate quieto o te mato! ¿Cómo te llamas? ¿Dónde vives?" El contestó que a una milla o más desde la iglesia.
Pip estaba muy aterrorizado por la visión que tenía delante. No era para menos.
Le quitó el poco pan que tenía en los bolsillos y no comprendo cómo a un niño tan pequeño le llegó a llamar hasta sinvergüenza.
El terrible hombre le amenazó con destrozarlo si al día siguiente no le llevaba una lima y víveres. El hombre se marchó sin dejar de mirar hacia atrás, hacia el chiquillo, mientras Pip salía corriendo del lugar.
Teresa Ribello.
(Grandes Esperanzas, Charles Dickens)
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